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me miró con un aire completamente salvaje. Aguardé a que entraran en su casa, y poco después me decidí
a llamar.
Había oscurecido. El viejo alto que trabajaba en la huerta me indicó que pasara. Entré. Una lámpara de
aceite alumbraba un cuarto pequeño y modesto, que tenía un armario con cortinillas blancas.
El capitán leía sentado cerca de la mesa; la muchacha estaba haciendo la cena allí mismo; el viejo cri-
ado raspaba el mango de una azada.
El capitán se levantó al verme, con aire de alarma; yo le rogué que se sentase, y le dije quién era y a lo
que iba. La muchacha salió del cuarto.
-¿De manera que usted es nieto de doña Celestina? -me preguntó el capitán.
-Sí, señor.
-¿Hijo de Clemencia?
-Sí, así se llama mi madre.
El hombre se turbó, no supo decirme lo que pagaba de renta a mi abuela, y murmuró:
-Dígale usted a su madre que me diga lo que tengo que pagar al año por la casa, y si puedo me quedaré
en ella.
Yo le indiqué repetidas veces que no, que siguiera pagando como hasta entonces; pero no le pude con-
vencer.
De cuando en cuando la muchacha rubia se asomaba a la puerta y me miraba con sus ojos azules
oscuros, con una expresión de temor y desconfianza, como si tuviera miedo de que yo le hiciera algún daño
a su padre.
Me levanté molestado del aire de suspicacia de toda aquella gente, y, saludando a los tres con frialdad,
me volví a Lúzaro.
73
El recado
Capítulo VII
Una tarde de diciembre, al volver de la relojería, ya oscurecido, un chiquillo me detuvo y me entregó una
carta. ¿Quién podía escribirme? Examiné el sobre a la luz de un farol. Era letra de mujer. Con gran curio-
sidad leí la carta, que decía así:
Al capitán don Santiago de Andía.
Mi padre, que se encuentra enfermo, le suplica encarecida?
mente a usted que venga a verle lo más pronto posible; si puede, esta misma noche. Tiene que
hablarle a usted de asuntos importantes. Si se decide a salir por la noche, a la salida del pueblo, en la
herrería de Aspillaga, le esperará un amigo con un caballo.
Mary A. Sandow
Bisusalde: playa de las Ánimas.
Al entrar en casa enseñé la carta a mi madre, que se quedó también asombrada. Como sentía gran
curiosidad, quise marcharme en seguida; pero mi madre me obligó a sentarme a cenar. Cené rápidamente,
y, envuelto en el capote, tomé el camino hacia la herrería de Aspillaga.
Allí se encontraba Allen, el viejo hortelano de Bisusalde. Le dirigí algunas preguntas acerca del capitán;
me contestó con monosílabos, y, en vista de que no manifestaba muchas ganas de hablar, enmudecí.
El caballo tomó un trotecillo no muy cómodo, y por la carretera, húmeda, llegamos en una hora a la playa
de las Ánimas.
El viento silbaba y gemía con alaridos violentos: el mar bramaba en la playa y la resaca debía de ser
furiosa.
Nos acercamos al caserío. No hubo necesidad de llamar; la puerta se hallaba abierta y en el umbral se
encontraba la hija del inglés en compañía de una muchacha morena, desgarbada, con los pies desnudos.
La hija del capitán tenía los ojos como de haber llorado.
-¡Cuánto ha tardado usted! -me dijo.
-No he podido venir antes.
-Vamos a ver a mi padre.
Dimos vuelta a la esquina de la casa, y, por una escalera que había a un lado, subimos al piso principal.
El capitán se hallaba en un sillón, envuelto en un capote azul, viejo y raído, con los ojos cerrados.
Al oír mis pasos se incorporó y murmuró con voz apagada:
-Mary, trae una silla.
Cogí yo la silla y me senté. ¿Qué podía querer aquel hombre de mí? ¿Qué relación podía haber entre
nosotros dos?
La muchacha dio a beber al viejo un poco de café, y yo pude contemplar al padre y ala hija. Era él un
hombre escuálido, de unos sesenta años; la barba, blanca, recortada y en punta; los ojos, pequeños, gris-
es y vivos, debajo de unas cejas largas y amarillentas; la nariz, aguileña.
La muchacha tendría quince o dieciséis años; era delgada, esbelta, con las mejillas doradas por el sol;
los ojos brillantes, oscuros; el pelo rubio, de fuego, y la expresión entre asustada y salvaje.
En las paredes del cuartucho había unos mapas, un barómetro, un reloj de barco y una brújula; se nota-
ba que era la casa de un marino.
Afuera, el viento silbaba con furia, haciendo retemblar puertas y ventanas.
El capitán, después de tomar el café, pareció reanimarse; me miró con atención, esperó a que su hija
saliera y me dijo rápidamente:
-Yo soy Juan de Aguirre, el marino, el hermano de su madre de usted, el que desapareció.
74
Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
-¡Usted es Juan de Aguirre!
-Sí.
-¿Mi tío?
-El mismo.
-¡Y por qué no habérmelo dicho antes!
El viejo me miró con cierta sorpresa. Sin duda no esperaba mi pregunta, ni mi rápido asentimiento a sus
palabras. Luego, dijo:
-Creí que tu madre y tú me hubierais considerado como un impostor... Mi estado civil no está claro, no
podría fácilmente identificar mi personalidad.
-¿Y qué?
-Se hubiera averiguado de dónde venía, y tu madre hubiera tenido un disgusto... Tu abuela sabía que
yo estaba aquí.
-Yo también sospechaba que usted vivía.
-¿Sí?
-Sí. Un tal Iriberri, capitán de barco, me dijo dónde debía usted de estar.
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