[ Pobierz całość w formacie PDF ]
insensata del sueño, no cabía duda de que April Bell seguía decidida a destruir a ambos,
a causa del arma desconocida que guardaban en la caja de madera.
Tardó en acostarse. Se lavó los dientes con su nuevo cepillo hasta hacerse sangre en
las encías. Se duchó con parsimonia y se cortó las uñas cuidadosamente. Luego se puso
un pijama que le quedaba demasiado grande y una bata roja que llevaba el nombre de
Glenhaven en la espalda. Se sentó en la única silla de la habitación y estuvo leyendo
durante una hora la novela que le había llevado la señorita Jedwick. Todos los personajes
de la novela eran tan vulgares y aburridos como la gente que había encontrado allí. La
loba seguía aullando, pero a él le horrorizaba reunirse con ella. Pensó cerrar la ventana
para aislarse de los ruidos y los ladridos de los perros, pero se puso a pasear
nerviosamente por la habitación. De pronto, oyó un sonido leve que le hizo temblar: una
voz de mujer, apagada, pero muy cercana... Era una voz que él conocía muy bien; la de
Rowena Mondrick. Cerró la ventana de golpe. Se acostó y se puso a leer. Hizo esfuerzos
por no escuchar a Rowena, que lloraba en el pabellón de los agitados, ni a la loba blanca
que le llamaba desde la orilla del río. Quiso interesarse en la novela para no dormirse,
pero las palabras carecían de sentido. El libro se le caía de las manos y apagó la luz.
Sólo que no tenía manos. Abandonó la forma macilenta y vacía que respiraba
lentamente en la cama. Con su cuerpo largo y estrecho cruzó la alfombra y levantó hacia
la ventana la cabeza triangular y chata.
El cristal desapareció enseguida.
La rejilla de acero tardó un poco más. No había nada de plata. Riéndose en silencio de
la filosofía de Glenn, se deslizó al exterior. Aterrizó en el césped y reptó hasta los árboles
sombríos de la ribera.
La loba blanca salió a recibirle de un bosquecillo de sauces. Él, con su lengua negra y
larguísima, palpó el hocico helado de la loba, y las brillantes escamas de su cuerpo
ondularon en él en el éxtasis de aquel beso.
- ¿De modo que esto es lo que te ocurre cuando te invitan a demasiados daikiris? - ella
se rió, con la lengua colgante - No me tortures más, ¿no sabes que me he vuelto loco?
- Sí, lo sé, y lo siento mucho, Barbee. ¿Te has extraviado, verdad? A veces pasa. Los
primeros vislumbres del despertar son difíciles, dolorosos, hasta que aprende uno a
manejarse
- Vámonos. Rowena Mondrick está ahí detrás, aullando, y yo no puedo soportarla.
Quiero dejar todo esto, olvidarlo todo...
- No. Esta noche no - dijo ella -. Nos divertiremos cuando podamos, Barbee. Pero esta
noche tenemos trabajo. Aún viven tres de nuestros mayores enemigos: Sam Quain, Nick
Spivak y la viuda ciega. A ella hemos conseguido traerla a un sitio donde no puede
hacernos daño, sólo gritar. Pero tus viejos amigos, Spivak y Quain, siguen trabajando día
y noche. Y están aprendiendo. Se están preparando para utilizar el arma que tienen en la
caja de madera. Tenemos que detenerlos esta noche.
- Pero ¿es imprescindible matarlos? - protestó débilmente Barbee -. Por favor, piensa
en la pequeña Pat y en la pobre Nora...
- ¿Todavía estamos con la pobre Nora? Tus viejos amigos tienen que morir. ¡Tienen
que morir para que se salve el Hijo de la Noche!
Barbee no volvió a abrir la boca.
Cuando, como entonces, despertaba de la larga pesadilla de la vida, la escala de
valores no era igual que antes. Enlazó el cuerpo de la loba blanca y apretó hasta hacerle
daño.
- No te preocupes por Nora - dijo -. Pero si alguna vez un dinosaurio te sorprende en la
cama con Preston Troy, la cosa puede ponerse fea.
La soltó y ella sacudió su pelaje.
- No me toques, asquerosa serpiente rastrera...
Él volvió a saltar sobre ella:
- ¡Dime qué representa Troy para ti!
- ¿Te gustaría saberlo, eh? - sus dientes brillaron en la noche -. Ven. Tenemos cosas
que hacer.
El cuerpo de Barbee onduló hacia ella, en fácil y poderoso oleaje. El roce de las
escamas produjo un ligero susurro entre las hojas caídas. Avanzó junto a su compañera
con la cabeza levantada al mismo nivel que la suya. El universo nocturno había vuelto a
transformarse. Esta noche no tenía el infalible olfato del lobo, ni la aguda vista del tigre
prehistórico, pero oía el imperceptible fluir del río, el paso levísimo de las ratas de campo,
los ruidos minúsculos de hombres y animales dormidos en las granjas que dejaban atrás.
Conforme se acercaban a Clarendon, el espacio sonoro se fue convirtiendo en un terrible
estruendo de motores, de ruedas, de pitidos de coches, de aparatos funcionando, de
gente gritando, llorando, hablando.
En el cruce de Cedar Street dejaron la carretera nacional y se internaron en los
sombríos terrenos de la Fundación. Había luz en el piso noveno de la torre gris donde
Spivak y Quain presentaban batalla al Hijo de la Noche. En el ambiente flotaba un hedor
conocido y terrible. Entraron en el vestíbulo central, que estaba mal iluminado. El hedor
era más intenso, pero Barbee esperaba que la serpiente lo resistiera mejor que el lobo
gris. En una mesita instalada detrás del mostrador de recepción, junto a los ascensores,
jugaban a las cartas dos sujetos de mirada dura y aire decidido. La camiseta de la
Universidad les sentaba como un tiro. Cuando se acercaron la loba y la serpiente, uno de
ellos tiró las cartas y se tocó la pistola de reglamento que llevaba en el costado.
- Perdona - le dijo a su compañero -, pero no me estoy fijando en el juego... Te digo
que este asunto de la Fundación empieza a ponerme nervioso. Sí, era tentador, veinte
dólares al día sólo por impedir que la gente entrara en el laboratorio. Pero ahora no me
gusta nada.
- ¿Por qué, Charlie?
- Escucha, Jug - replicó el otro -: todos los perros de la ciudad se han puesto a ladrar.
Yo no entiendo lo que pasa aquí. Esta gente de la Fundación tiene miedo de algo. Si
piensas un poco, ha habido algo raro en la muerte del viejo Mondrick, y también en la
manera en que se mató Chittum. Parece como si Quain y Spivak supieran que son los
siguientes de la lista. Yo no sé qué rayos tendrán escondido en la maldita caja de madera,
pero ni por cuarenta millones de dólares iría a verlo.
El llamado Jug miró hacia la entrada del vestíbulo, sin ver a la loba que avanzaba
contoneándose ni a la serpiente que se deslizaba quedamente sobre el linóleo. Sin saber
por qué echó también mano a su arma. Después dijo:
- ¡Por todos los diablos, Charlie! Lo que a ti te pasa es que piensas demasiado, y no
conviene pensar en un trabajo especial como éste. Es legal y no es difícil. Y veinte
dólares son veinte dólares.
En ese momento, la mirada de Jug atravesó a la loba y a la serpiente.
- Pero también a mí me gustaría saber... Yo no me fío de esas historias de maldiciones
por haber desenterrado no sé qué. Lo que me gustaría saber es lo que han desenterrado.
Han encontrado algo. Eso seguro.
- Pues, mira, yo ni lo sé ni me importa - dijo Charlie -. Nada.
- A lo mejor piensas que están locos... Y puede que lo estén. A lo mejor es que han
pasado demasiado tiempo en el desierto. Puede ser, pero no lo creo.
- Entonces, ¿tú qué es lo que crees?
[ Pobierz całość w formacie PDF ]