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Lo hacen por brutos, y hasta que no les arregle a punta de palos no han de escarmentar.
Llegó el indio, y Pantoja, que ya había escudriñado todo el corral sin descubrir lo que buscaba,
le volvió las espaldas para no responder al humilde saludo del peón.
Ven, vamos; aquí no hay nada.
Pero ¿adónde? volvió a preguntar Valle, que no podía adivinar las intenciones de su
anfitrión.
Espera, chico... Paciencia... Vamos a aquellas casas.
Y señaló una que se veía a lo lejos, limitando la haza, y era la primera de una serie.
En medio campo se detuvo Valle, junto a un charco donde se refocilaban algunos cerdos.
Tres chiquillos no menores de cuatro años ni mayores de siete cuidaban el hato. El más
crecido llevaba por única vestimenta una camisa corta hasta las rodillas, remendada por los
hombros y el pecho, llena de costurones en la falda trasera, y su blancura primitiva había
tomado un color gris, terroso, indefinible, a la acción del uso, del sol y del polvo. Los otros
vestían harapos sucios, y los tres iban con las cabezas desnudas y libres de toda protección
los pies, sucias las caras, con costras morenas pe polvo petrificado y tapadas las narices...
Acompañábales un perrito alazán, grandes lanas cubiertas de costras no bien descubriera a los
cazadores, buscó refugio al lado de los pequeños, con el rabo entre las piernas y los ojos
solapadamente pegados al suelo.
¿Y si lo matáramos? dijo Pantoja, apuntando a la cabeza del menguado can con su fusil sin
preparar.
Los muchachos, al ver la maniobra, echáronse a chillar repentinamente los tres, con fuertes y
desolados gritos y sin moverse un punto de su sitio, como enclavados en tierra por el terror.
¡Pobrecitos! ¡No los asustes! intervino el compañero.
Y siguieron andando.
Al tocar el linde de las casas comenzaron a ladrar furiosamente los perros.
Llegaron a los umbrales de la primera, y no encontraron a nadie.
En el corral rumiaba una vaca pintada, flaca y de grandes cuernos gastados y medio
carcomidos por la base; pululaban los conejos en la cocina y picoteaban el suelo algunas
gallinas en el patio.
Pantoja se echó el rifle a la cara apresuradamente.
¡Chat!
Una gallina, las alas abiertas, se puso a revolotear en el suelo con saltos mortales y arrojando
manojos de plumas tintas en sangre. Las otras, temerosas del ruido, se encaminaron a la
cocina de los amos, que les servía de gallinero, volviendo la cabeza hacia los cazadores. La
india que acechaba desde el fondo del cuartucho salió corriendo y cogió al animal por las
patas, pero al verlo convulso y ensangrentado, se puso a llorar, mientras Pantoja reía por los
gestos casi idiotas de la india.
¡Ay, señor! ¡Estaba poniendo! sollozó ante el despojo del ave.
Mejor; estará más gorda.
Era la única que ponía.
Pantoja se enojó:
¿Y por qué no traen a la casa de hacienda? ¿Es que no les pago? Pues ¡a fregarse!
Metió los dedos en el bolsillo, sacó una peseta, la arrojó al suelo, y arrebatando la presa de
manos de la india embrutecida por el miedo, se la pasó al amigo y se marcharon riendo y
satisfechos, en tanto que la dueña quedaba llorando inconsolable y sin atreverse a levantar la
peseta, que no representaba ni la cuarta parte del valor de su clueca.
Se fueron a otra casa, lindante con la primera por un cerco bajo de barro y guardada por dos
perros lanudos, hoscos y huraños, los cuales, irguiéndose sobre sus patas, se lanzaron como
flechas hacia los intrusos, irritados al ver por esos bajíos trazas no acostumbradas. Valle,
depositando en tierra su ave, comenzó a dirigir gruesas pedradas a los canes, que se
detuvieron a algunos pasos y ladraban desesperadamente maniobrando alrededor de los
intrusos, aunque sin atreverse a hacer presa.
Esas tenemos, ¿eh? ¡Pues toma!
Apuntó fríamente Pantoja a la oreja de uno de ellos y disparó. El perro, el más grande, dio un
salto terrible y cayó bruscamente de largo, cortando de golpe su ladrar en un gemido doloroso,
y las patas en alto, se revolcó en los estertores de la agonía.
¡Bravo, chico! Ahora al otro felicitóle Valle, que se divertía viendo correr enfurecido al perro
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