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Mientras tanto pienso que no me consolaré de no asistir al reencuentro entre Armand
y Aimée; antes prefiero que me expulsen (total, para lo que me importa) con tal de ver
lo que pasa.
A las cuatro y cinco, cuando resuena en nuestros oídos el cotidiano «cierren los
cuadernos y colóquense en fila», me marcho a disgusto. ¡Vaya por Dios! ¡La
inesperada tragedia se queda para otro día! Mañana llegaré bien temprano a la
escuela, para no perderme nada de lo que suceda.
Al día siguiente por la mañana llego bastante antes de la hora reglamentaria y
entablo, para matar el tiempo, una conversación trivial con la tímida y triste señorita
Griset que, como siempre, está pálida y cariacontecida.
––¿Se encuentra usted a gusto aquí, señorita?
Mira a su alrededor antes de responderme:
––¡Oh! No mucho. No conozco a nadie y me aburro un poco.
––Pero ¿acaso su compañera y la señorita Sergent no son amables con usted?
––Yo... no sé qué decirle. Bueno, realmente no se si son amables; nunca se
ocupan de mí.
––¡No me diga!
––Sí... a la hora de la comida hablan un poco conmigo, pero así que han corregido
los deberes se marchan y yo me quedo a solas con la madre de la señorita Sergent,
que una vez ha quitado la mesa se encierra en la cocina.
––¿Y a dónde van ellas dos?
––Pues supongo que a su habitación.
¿Qué ha querido decir? ¿Una habitación para cada una o una habitación para las
dos? ¡La pobre desgraciada se gana con creces sus setenta y cinco francos mensuales!
––¿Quiere que le preste libros, señorita, si es que se aburre usted por las noches?
(¡Qué alegría le doy! ¡Casi se ruboriza!)
––¡Oh, sí, encantada! Es usted muy amable. ¿No cree que la directora se
enfadará?
––¿La señorita Sergent? Si cree realmente que va a darse cuenta siquiera es que
aún le quedan muchas ilusiones sobre el interés que la pelirroja pueda tomarse por
usted.
Me sonríe casi confiada y me pregunta si puedo prestarle el Relato de un joven
pobre, que tantas ganas tiene de leer. ¡Naturalmente que sí! Mañana mismo tendrá a
su romántico Feuillet. Me da pena esta pobre abandonada. De buena gana la elevaría
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Librodot
Claudine en la escuela
Colette 47
al rango de aliada, pero ¿cómo confiar en esta muchachuela clorótica y pusilánime?
Con paso silencioso se acerca la hermana de la favorita, la pequeña Luce
Lanthenay, contenta y asustada de hablar conmigo.
––Buenos días, monta; dime «buenos días, Alteza», dilo enseguida. ¿Has dormido
bien?
Le acaricio el pelo con rudeza, lo que no parece desagradarle, y me sonríe con sus
ojos verdes, idénticos a los de Fanchette, mi hermosa gata.
––Sí, Alteza, he dormido bien.
––¿Y dónde duermes?
––Allá arriba.
––Con tu hermana Aimée, claro.
––No, ella tiene una cama en la habitación de la señorita Sergent.
––¿Una cama? ¿La has visto?
––No... sí... es un diván; parece ser que se despliega en forma de cama; eso me ha
dicho.
––¿Eso te ha dicho? ¡Imbécil! ¡Atontolinada! ¡Lo tuyo no tiene nombre! ¡Chusma
infecta! ¡Desecho del género humano!
Huye despavorida, ya que acompaño los insultos de golpes con la correa de los
libros (¡oh!, no son golpes muy fuertes), y una vez ha desaparecido por la escalera le
arrojo la suprema injuria:
––¡Aborto de mujer! ¡Eres digna de parecerte a tu hermana!
¡Un diván que se despliega! ¡Sería más fácil desplegar esta pared! ¡Santo Dios,
estas niñas serían incapaces de encontrar agua en el mar! No obstante, ésta parece
tener un aspecto vicioso, con sus ojos alargados hacia las sienes... Cuando llega la
grandullona de Anaïs aún estoy sulfurada y me pregunta qué me pasa.
––Nada. Sólo que le he atizado a la pequeña Luce, a ver si se despabila un poco.
––¿Nada nuevo?
––Nada, todavía no ha bajado nadie. ¿Quieres jugar a las canicas?
––¿A qué juego? No tengo nueve canicas.3
––Pero yo tengo las bolas que te gané. Ven, vamos a jugar una partida.
La partida resulta muy animada; las bolas reciben unos golpes como para
romperlas. Mientras preparo cuidadosamente una tirada difícil, oigo exclamar a
Anaïs:
––¡Eh, fíjate!
Se trata de Rabastens, que entra en el patio, lo cual no deja de sorprendernos a
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