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olvidados. Estas palabras son de tu otro hijo, el que entró en el
ejército.
»El viejo miró sorprendido al ángel.
»Tu hijo fue a servir a un lugar muy lejano, y se hizo centurión.
También era un hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus
siervos enfermó y estaba a punto de morir. Tu hijo, entonces, oyó
hablar de un rabino que curaba enfermos, y anduvo días y días
buscando a ese hombre. Mientras caminaba descubrió que el hombre
que estaba buscando era el Hijo de Dios. Encontró a otras personas que
habían sido curadas por él, aprendió sus enseñanzas y, a pesar de ser
un centurión romano, se convirtió a su fe. Hasta que cierta mañana
llegó hasta el Rabino.
»"Le contó que tenía un siervo enfermo, y el Rabino se ofreció a ir
hasta su casa. Pero el centurión era un hombre de fe y, mirando al
fondo de los ojos del Rabino, comprendió que estaba delante del
propio Hijo de Dios cuando las personas de su alrededor se levantaron.
»Éstas son las palabras de tu hijo -prosiguió el ángel-. Son las
palabras que le dijo al Rabino en aquel momento, y que nunca más
fueron olvidadas: "Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa,
pero decid una sola palabra y mi siervo será salvo."»
El Alquimista espoleó su caballo.
-No importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre
representando el papel principal de la Historia del mundo -dijo-. Y
normalmente no lo sabe.
El muchacho sonrió. Nunca había pensado que la vida pudiese ser
tan importante para un pastor.
-Adiós -dijo el Alquimista.
-Adiós -repuso el muchacho.
El muchacho caminó dos horas y media por el desierto, procuran-
do escuchar atentamente lo que decía su corazón. Era él quien le
revelaría el lugar exacto donde estaba escondido el tesoro.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», le había
dicho el Alquimista.
106
Pero su corazón hablaba de otras cosas. Contaba con orgullo la
historia de un pastor que había dejado sus ovejas para seguir un sueño
que se repitió dos noches. Hablaba de la Leyenda Personal, y de
muchos hombres que hicieron lo mismo, que fueron en busca de
tierras lejanas o de mujeres bonitas, haciendo frente a los hombres de
su época, con sus prejuicios y con sus ideas. Habló durante todo aquel
tiempo de viajes, de descubrimientos, de libros y de grandes cambios.
Cuando se disponía a subir una duna -y sólo en aquel momento-,
su corazón le susurró al oído: «Estáte atento cuando llegues a un lugar
en donde vas a llorar. Porque en ese lugar estoy yo, y en ese lugar está
tu tesoro.»
El muchacho comenzó a subir la duna lentamente. El cielo,
cubierto de estrellas, mostraba nuevamente la luna llena; habían
caminado un mes por el desierto. La luna iluminaba también la duna,
en un juego de sombras que hacía que el desierto pareciese un mar
lleno de olas, y que hizo recordar al muchacho el día en que había
soltado a su caballo para que corriera libremente por él, ofreciendo
una buena señal al Alquimista. Finalmente, la luna iluminaba el
silencio del desierto y el viaje que emprenden los hombres que buscan
tesoros.
Cuando después de algunos minutos llegó a lo alto de la duna, su
corazón dio un salto. Iluminadas por la luz de la luna llena y por la
blancura del desierto, erguíanse, majestuosas y solemnes, las Pirámides
de Egipto.
El muchacho cayó de rodillas y lloró. Daba gracias a Dios por haber
creído en su Leyenda Personal y por haber encontrado cierto día a un
rey, un mercader, un inglés y un alquimista. Y, por encima de todo,
por haber encontrado a una mujer del desierto, que le había hecho
entender que el Amor jamás separará a un hombre de su Leyenda
Personal.
Los muchos siglos de las Pirámides de Egipto contemplaban, desde
lo alto, al muchacho. Si él quisiera, ahora podría volver al oasis,
recoger a Fátima y vivir como un simple pastor de ovejas. Porque el
Alquimista vivía en el desierto, a pesar de que comprendía el Lenguaje
del Mundo y sabía transformar el plomo en oro. No tenía que mostrar
a nadie su ciencia y su arte. Mientras se dirigía hacia su Leyenda
Personal había aprendido todo lo que necesitaba y había vivido todo
lo que había soñado vivir.
107
Pero había llegado a su tesoro, y una obra sólo está completa
cuando se alcanza el objetivo. Allí, en aquella duna, el muchacho
había llorado. Miró al suelo y vio que, en el lugar donde habían caído
sus lágrimas, se paseaba un escarabajo. Durante el tiempo que había
pasado en el desierto había aprendido que en Egipto los escarabajos
eran el símbolo de Dios.
Allí tenía, pues, otra señal. Y el muchacho comenzó a cavar
acordándose del vendedor de cristales; nadie podría tener una
Pirámide en su huerto, aunque acumulase piedras durante toda su
vida.
El muchacho cavó toda la noche en el lugar marcado sin encontrar
nada. Desde lo alto de las Pirámides, los siglos lo contemplaban en
silencio. Pero el muchacho no desistía: cavaba y cavaba, luchando
contra el viento, que muchas veces volvía a echar la arena en el [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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