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-Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles que caminen de puntillas y hablen en
voz muy baja.
Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos dirigiéramos hacia la casa, pero Holmes
hizo que nos detuviéramos cuando nos encontrábamos a unos doscientos metros.
-Ya es suficiente -dijo-. Esas rocas de la derecha van a proporcionarnos una admirable protección.
-¿Hemos de esperar ahí?
-Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase en ese hoyo. Usted ha estado
dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson? ¿Puede describirme la situación de las habitaciones? ¿A dónde
corresponden esas ventanas enrejadas?
-Creo que son las de la cocina.
-¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?
-Se trata sin duda del comedor.
-Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el terreno. Deslícese con el mayor sigilo y vea
lo que hacen, pero, por el amor del cielo, ¡que no descubran que los estamos vigilando!
Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca altura que rodeaba el huerto de
árboles achaparrados. Aprovechando su sombra me deslicé hasta alcanzar un punto que me permitía mirar
directamente por la ventana desprovista de visillos.
Sólo había dos personas en la habitación: Sir Henry y Stapleton, sentados a ambos lados de la mesa
redonda. Yo los veía de perfil desde mi punto de observación. Ambos fumaban cigarros y tenían delante café
y vino de Oporto. Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet parecía pálido y ausente. Quizá la idea
del paseo solitario a través del páramo pesaba en su ánimo.
Mientras los contemplaba, Stapleton se puso en pie y salió de la habitación; Sir Henry volvió a llenarse la
copa y se recostó en la silla, aspirando el humo del cigarro. Luego oí el chirrido de una puerta y el ruido muy
nítido de unas botas sobre la grava. Los pasos recorrieron el sendero por el otro lado del muro que me
cobijaba. Alzando un poco la cabeza vi que el naturalista se detenía ante la puerta de una de las dependencias
de la casa, situada en la esquina del huerto. Oí girar una llave y al entrar Stapleton se oyó un ruido extraño en
el interior. El dueño de la casa no permaneció más de un minuto allí dentro; después oí de nuevo girar la llave
en la cerradura, el naturalista pasó cerca de mí y regresó a la casa. Cuando comprobé que se reunía con su
invitado me deslicé en silencio hasta donde me esperaban mis compañeros y les conté lo que había visto.
-¿Dice usted, Watson, que la señora no está en el comedor? -preguntó Holmes cuando terminé mi relato.
-No.
-¿Dónde puede estar, en ese caso, dado que no hay luz en ninguna otra habitación si se exceptúa la cocina?
-No sabría decirle.
Ya he mencionado que sobre la gran ciénaga de Grimpen flotaba una espesa niebla blanca que avanzaba
lentamente en nuestra dirección y que se presentaba frente a nosotros como un muro de poca altura, muy
denso y con límites muy precisos. La luna la iluminaba desde lo alto, convirtiéndola en algo parecido a una
resplandeciente lámina de hielo de grandes dimensiones, con las crestas de los riscos a manera de rocas que
descansaran sobre su superficie. Holmes se había vuelto a mirar la niebla y empezó a murmurar, impaciente,
mientras seguía con los ojos su lento derivar.
-Viene hacia nosotros, Watson.
-¿Es eso grave?
-Ya lo creo: la única cosa capaz de desbaratar mis planes. El baronet no puede ya retrasarse mucho. Son las
diez. Nuestro éxito e incluso la vida de Sir Henry pueden depender de que salga antes de que la niebla cubra la
senda.
Por encima de nosotros el cielo estaba claro y sereno. Las estrellas brillaban fríamente y la media luna
bañaba toda la escena con una luz suave, que apenas marcaba los contornos. Ante nosotros yacía la masa
oscura de la casa, con el tejado dentado y las enhiestas chimeneas violentamente recortadas contra el cielo
plateado. Anchas barras de luz dorada procedentes de las habitaciones iluminadas del piso bajo se alargaban
por el huerto y el páramo. Una de las ventanas se cerró de repente. Los criados habían abandonado la cocina.
Sólo quedaba la lámpara del comedor donde los dos hombres, el anfitrión criminal y el invitado desprevenido,
todavía conversaban saboreando sus cigarros puros.
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